La vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.

12 de junio de 2012

Descubriendo la capital lusa

     Cercano y sin embargo, un auténtico desconocido era para mí ese país de fados bañado por las aguas del Atlántico. Ni tan sólo era, uno de los destinos propuestos. De hecho, la decisión de visitarlo, la tomamos a última hora, de forma totalmente espontánea. Algo de lo que ahora, me alegro enormemente.
     Íbamos a viajar y a convivir durante días y ni siquiera nos conocíamos, pero allí estábamos, de madrugada, en un tren destartalado, de camino a Lisboa.

     Imposible era dormir en aquel tren, al menos en las butacas que nosotros ocupábamos, pero que divertido fue, contemplar a los tan variopintos viajeros de nuestro vagón y en especial, al simpático interventor portugués con su traje de manga larga.
     Por la mañana temprano llegamos, debo admitir que por puro azar, a la estación de Santa Apolonia, donde permanecimos un rato consultando la guía y una lista de Hostales, pues nada en aquel viaje estaba organizado.
     Decidimos tomar un taxi e ir hasta la Avenida Almirante Reis, al encontrarse en ella los alojamientos más económicos. Tras visitar varios, escogimos una pensión bastante aceptable y nos instalamos en ella. Después de vaciar las maletas nos tumbamos con la intención de dormir un rato, pues el viaje nos había dejado realmente agotados.

Estación de Santa Apolonia.

Buscando alojamiento en la Avenida Almirante Reis.

     Sin embargo, la habitación daba a la calle principal, ruidosa y siempre concurrida, y además, la ventana no cerraba del todo bien, de manera que no conseguí descansar demasiado, pero sí lo suficiente para reponer fuerzas y empezar a recorrer Lisboa.
     Desde la pensión fuimos al centro de la ciudad, parando a comer en un restaurante italiano situado en la Rua Augusta, calle principal de la parte baja de Lisboa, y nexo de unión entre la Plaza del Comercio y la Plaza del Rossio.
    
La Rua Augusta y sus característicos adoquines.

Plaza del Comercio.

     El día había amanecido soleado, sin embargo, poco a poco el cielo fue cubriéndose de nubes y al cabo de un rato, empezó a llover. Pero aquello no impidió que siguiéramos recorriendo la ciudad hasta el anochecer.


Parque Eduardo VII.
 


 Plaza Restauradores.



 Estación Lisboa Oriente.

 
Llegando a la Plaza del Rossio.

Estatua de Pedro IV en el centro de la plaza, frente al Teatro Nacional.

Una de las fuentes de la plaza.

Alrededores de la plaza.



Elevador de Santa Justa.

Restaurante italiano en el que paramos a comer aquel día.

Rua Augusta al anochecer.

     Fría y gris. Aquélla fue la primera impresión que despertó en mí Lisboa. Tenía la sensación de que nos habíamos equivocado escogiendo esta ciudad como destino. Las viejas fachadas de los edificios parecían estar a punto de venirse abajo, las estrechas callejuelas adoquinadas se entrelazaban sin ningún orden. Parecía como si el tiempo se hubiese detenido en aquel lugar.
     Sin embargo, al dirigir la vista hacia otro rincón de la ciudad, aparecían modernos edificios, grandes avenidas perfectamente planificadas y puentes extraordinarios.
     No supe verlo en un primer momento, pero al final entendí que el encanto de Lisboa residía precisamente en el hecho de ser, una ciudad de contrastes. 
 
     Muchos eran los rincones por descubrir que nos ofrecía Lisboa, y aquella mañana tras haber pasado la noche mudándonos de habitación a causa del ruido que ni los tapones conseguían disminuir, quizá por irme un poquito grandes, decidimos visitar uno de los monumentos más emblemáticos de la ciudad, el Castillo de San Jorge. Así que fuimos hasta la Plaza de Figueira para tomar el mítico tranvía 28, que recorre el casco antiguo.
     Este bonito castillo se alza dominante sobre la más alta de las siete colinas de la capital lusa y ofrece una de las vistas más hermosas de toda la ciudad.
Lisboa desde el mirador del Castillo de San Jorge.








Jardines interiores del castillo.


Entrada al Castillo de San Jorge.





Vistas desde las murallas del castillo.







     Después, nos dirigimos de nuevo al centro, pero en esta ocasión lo hicimos a pie, recorriendo el barrio de La Alfama, el más antiguo de Lisboa. Aprovechamos para visitar durante el camino la Catedral y paramos en una pequeña terraza para disfrutar de unas vistas preciosas de la ciudad.

Vistas desde la terraza.

Recorriendo el barrio de La Alfama.

Catedral de Lisboa.


Iglesia de la Magdalena.

     Llegamos a la Plaza del Comercio y allí tomamos de nuevo un tranvía, esta vez de los más modernos y nos dirigimos a la otra punta de la ciudad, concretamente al barrio de Belém. Algo que llamó especialmente mi atención, fue el hecho de que todos los usuarios compraban sus respectivos billetes en unas máquinas colocadas en el interior del tranvía al subir en él, y sin embargo, no había revisor que los controlase.
    
     Quedé maravillada de esta preciosa zona de Lisboa. Frente a la Plaza del Imperio se alzaba una joya de la arquitectura, el Monasterio de los Jerónimos, rodeado de jardines y fuentes. A orillas del Tajo se encontraba, el hermoso Monumento a los Descubridores y bañada por sus aguas, la Torre de Belém. Y siempre dibujado en el horizonte, el impresionante puente colgante 25 de Abril.

Monasterio de los Jernónimos.




Monumento a los Descubridores y el Puente 25 de Abril al fondo.

Torre de Belém.


Al subir la marea la Torre se convierte en una pequeña isla inaccesible.

     Para regresar al centro de la ciudad tomamos el autobús, teniendo como compañeros de viaje a una pareja de lo más curiosa. El recorrido terminaba en la Plaza del Comercio y aprovechando que no había demasiada gente, decidimos hacer cola para subir en el Elevador de Santa Justa, ascensor urbano que une la parte alta y baja de la ciudad y lugar privilegiado para disfrutar de unas hermosas vistas de Lisboa.

Desde lo alto del Elevador de Santa Justa.

Convento de la Orden del Carmen.






     Una vez en la parte alta, desde una pequeña plaza fuimos hasta el Mirador de San Pedro de Alcántara, rodeado de hermosos jardines. Tras disfrutar de aquellas bonitas vistas, bajamos por la Calzada de la Gloria hasta la Plaza de los Restauradores.

Teatro de Trindade.

Calzada de la Gloria.

Lisboa desde el Mirador de San Pedro de Alcántara.

 
     Recuerdo que la luna estaba radiante, tiñiendo de reflejos plateados la noche. Lisboa ya no era a mis ojos aquella ciudad gris y melancólica, sino una ciudad de luces y sombras que atrapaba a mi mirada. Era, la Ciudad Blanca, que se erigía como punto de luz en la geografía del mundo.

MARZO-ABRIL 2010

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